miércoles, septiembre 25

Todas las veces que te traigo a este infierno

Te conocí hace no tanto. Una tarde de aburrimiento me zambullí en la novedad de despistar mi vida, alcé las manos frente al atraco del entusiasmo de la nostalgia de emborracharme hasta el amanecer. Salí de casa con un cigarro en la boca, la chaqueta medio abrochada, amenazaban nubes obsesivas, justo cuando llegué al lugar, a la primera persona que miré tras pedir lo de siempre, fue a ti.

Bigote medio afeitado, pantalones ajustados a la cintura, camisa sin arrugas, atrevida entre el cinturón y tu piel. Fumabas también, mirabas al infinito, esperando que algo ocurriera. La curiosidad me traicionó e intenté ver aquello que te hipnotizaba. No vi nada. Empezaste a sonreír y comencé a temblar, sin saber por qué, la primavera ya se notaba en mis huesos y no había dejado a nadie en la cama. Entonces, giraste la cabeza, me desnudaste con los ojos negros que te adornaban la cara, silueta de huesos que pensaban, dientes separados y diabólicos. Sin embargo, no había visto nunca una risotada más risueña que la tuya.

"Todo ha salido bien, ¿tomas algo?"

Te respondí con la boca cortada, los dedos inmovilizados, sentí el corazón conectado a tus zapatos. Pensé que quizás algún fuiste alguien importante en mi corta existencia. "Sí, ya pedí, gracias". Asentiste y cuando trajeron el vaso rebosando cerveza, miraste a los ojos al joven desgraciad que lo trajo, "toma, a esta invito yo". Luego estuvimos en silencio durante más de cinco minutos, ese tiempo infinito continuabas mirando al mismo lugar hasta que me atreví a preguntar: oye, perdone, no le conozco de nada, pero, ¿a dónde mira?

Y respondiste:

"Es un error hablar con desconocidos, entonces."



(Continuará...)

viernes, diciembre 7

Acrobacias en el tercer (mi) mundo

La televisión se apaga al cerrar los párpados. Te veo sonriendo. Ahora hablan del tiempo, frío polar. Tus dedos me asustan. Dicen que la catástrofe fue inevitable. Te puedo tocar con mis bostezos. Ha empezado la mañana con una prima en riesgo de caer sin paracaídas. Te susurro si te quieres quitar la ropa. Hará frío. Tu ropa de siempre, esa que me sorprende creyéndote desnuda y atosigada, en los huesos, abstraída en el seso.

Fui a tirar la basura y no recuerdo qué pasó después. Al llegar a casa, llorabas, la vida nos había golpeado y la noche estaba harta. Yendo detrás de cada escupitajo que aterrizaba sobre mis vértigos, aquellos que asomaban cuando me sentaba junto a ti. Tartamudeabas, la manía que tiene la ansiedad de hacerte enmudecer, justo me explicabas que no podías seguir sobreviviendo en la catarsis de contar cómo te cautiva dormir dolorida.

Tus costillas empezaron a rozarse con el sofá, yo no pude aguantar y te solté a carcajadas que tus ojos parecían fuego derritiendo el hielo de mi cerebro. No podía contener la risa hasta que me tocaste el pulmón derecho con aquella mentira. Tenías la nariz atascada de sentimientos y estornudaste en el momento justo en que mi pimienta sedujo a tus impulso equívocos.

Me lanzaste allí. Después de tirar la basura, recoger mi habitación porque el día lo había pasado encontrándome entre libros que respondían con canciones glaseadas, una comida en la que sobraban cuchara y tenedor y faltaba el cuchillo que me abriera en dos. Te había visto más de una vez averiar el tiempo para tomarme el pelo. La magia del estúpido en unas manos rítmicas y congeladas.

Al despegar el vuelo me prometías estar cerca de mis vertebras cuando perdiera el control, me empastillara a recuerdos, tumbada en el mismo sofá en el que me metiste los dedos por la sien la primera vez. Me he conformado con observar tus acaloradas torpezas, todavía puedo sentir algo entre medio del pecho. Quizás el alma, guardada en las muelas que perdieron el juicio se sienta cómoda y guarde el único sopor que me sostiene en pie.

No lo sé.

Tu avión
volando por 
Génova 
tuvo un percance
tonto,
tú sabes,
aquellos accidentes
pasionales. 

sábado, julio 7

¿Quién de los dos se atreverá?

Desde hace meses vivo obsesionada con estar bien. Una obsesión que se desmonta en hacer ejercicio, comer lo justo y necesario (tanto física como psicológicamente) y dejar rodar el mundo. Un mundo que de tanto rodar, se ha salido de las clavijas y cual hámster dentro de su rutina, cuando la rueda se disparó la sien se desmoronó. Falta de rutinas que presionen el pecho, necesito ciertas abominaciones sentimentales y enloquecidas, aquellas que suelo escribir de noche. Antes de dormir y pasar página. En estos meses de risas y desencanto, he visto una sombra desaparecer, aquella que pertenecía al recuerdo infectado. Un recuerdo que te forzaba a estar mal para tener algo que contar. Una cerveza era motivo de ruido interior. Tan pronto como me pedí a mí misma estar bien y en paz, desapareció. Será que no era tan importante. A veces pienso que ni siquiera fue verdad.

Y a todos los que me importaban o creía yo que me importaban, tranquilos, si duele, fue por todas las veces que a mí me escocía aguantar a vuestro lado. Y os recomiendo buscar para encontrar otros hoyos donde guardar la mierda. Yo ya me cansé, será que odio eso de oler mal.

Aquel ruido.
Ya no.
Está.

domingo, julio 1

Oídos celosos del protagonismo del fútbol en días en que se cae el mundo

"Bueno, bueno, me mantengo tranquilo. No se inquiete. No se fíe usted demasiado, por lo demás, de mis enterneciomientos ni de mis delirios. Son dirigidos. Vea, ahora que va a hablarme usted, sabré si he alcanzado uno de los fines de mi apasionante confesión. En efecto, siempre espero que mi interlocutor sea un agente de policía y que me detenga por el robo de Los jueces íntegros. Por todo lo demás, ¿no le parece? Nadie puede arrestarme. Pero ese robo sí cae bajo las esfera de la ley y yo lo combiné todo para hacerme cómplice de él; oculto este cuadro y lo muestro a quien quiera verlo. Entonces usted me arrestaría. Sí, sería un buen comienzo. Acaso en seguida se ocuparan también de todo lo demás, y entonces me decapitarían, por ejemplo; yo ya no tendría más miedo de morir y me salvaría. Usted levantaría mi cabeza aún fresca ante el pueblo reunido, para que la gente se reconociera en ella y yo volviera de nuevo a dominarla. Sería ejemplar. Todo quedaría consumado. Yo habría terminado, sin pena ni gloria, mi carrera de falso profeta que grita en el desierto y se resiste a salir de él."


La caída
Albert Camus.


Qué día más acuático,
Dios.